jueves, 19 de marzo de 2009

Olor a goma quemada

Ocurrió aquel invierno. Recuerdo la fecha claramente porque regresábamos de una cena familiar. Era de noche y la oscuridad parecía devorarnos. La conversación fluía tranquila cuando mi padre frenó de golpe. Fue algo surrealista.

Aquella imagen duró tan sólo unos segundos. Pero fue preciosa. Un grácil dálmata se postró ante nosotros, como si su belleza fuera digna de ser iluminada.

Bajé del coche corriendo, deseando que el perro, sumiso, esperara mis caricias pero en cuanto di un paso hacia él, huyó. No logramos alcanzarle. Llegué a casa con una sonrisa desdibujada. El rebelde había escapado.
A la mañana siguiente, me desperté malhumorada recordando lo ocurrido. El coche arrastraba sus ruedas hacia la universidad. No había conversación.

El sol apenas había asomado entre las nubes cuando de la nada, tras unos arbustos cercanos a la carretera, apareció el pequeño dálmata. Todo ocurrió muy deprisa: las ruedas chirriaron, un golpe seco y un fuerte olor a goma quemada.

Sólo entonces quedó el silencio. El sol comenzó a calentar y la sangre camufló las negruzcas manchas del dálmata.

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