martes, 28 de octubre de 2008

Reflejos


Es en el reflejo donde un niño se descubre cómo es. Es en ese primer instante donde se queda maravillado al verse a sí mismo desde fuera. Se toca la cara y poco a poco va entendiendo lo que ocurre, no es su doble el que le mira, sino él mismo. Aparta la cara y vuelve a mirarse repentinamente como intentando probar que quizá el reflejo huya de repente. Pero no se mueve, le mantiene la mirada todo el tiempo que haga falta. Y es que el reflejo, aún siendo efímero, atrapa parte de nuestras almas y las encadena para siempre.
I

domingo, 19 de octubre de 2008

Recortando imágenes

Prefiero empezar por el final, porque siempre es en la cama, al cerrar los ojos y sonreir, cuando aprecias lo que ha sucedido a lo largo del día. Es en ese instante de paz en el que haces un esfuerzo por plasmar en un rincón de la memoria los bonitos recuerdos que han invadido la rutina de ese día. Porque hasta en la rutina hay belleza.
Anoche, al acostarme pensé en todos los momentos rememorables y decidí fotografiar un día de mi vida...
Todas las mañanas llevo a dos niños al colegio, madrugo y a veces de mal humor, le ruego al tiempo que vuelva atrás, que me deje unas horitas más de calor y sueño, pero nunca me suele escuchar. Así que me despierto y los primeros rayos de luz salen a darme los buenos días. Salgo a la calle y una ráfaga de aire frío me despierta totalmente, como si me cayera una jarra de agua helada.
Pero lo que realmente borra mi cara adormilada y me alegra, es ir a despertar a mis dos pequeños. Sus caritas dormidas son un regalo de buenos días.
Me gusta cuando salimos los tres a la calle para ir al cole y Julen, el más pequeño de los dos (tan sólo tiene cinco añitos) saca su mano del bolsillo en busca de la mía, mientras me mira a los ojos suplicándome que le agarre fuerte. Llega la hora de despedirse. Un beso a cada uno y un hasta mañana pequeños.
Me paseo por el cole y recuerdo. Recuerdo cuando no era yo quien agarraba con cariño la mano de Julen, y era mi madre quien me daba esa seguridad. Recuerdo el recreo y los juegos; las clases, los amigos, las carcajadas, esas meriendas con una palmera de chocolate en una mano y con unos cromos en la otra... Rememoro tantas cosas. Ojalá se pudieran fotografiar.
Y continúo el paseo hasta mi casa, observando cada detalle. El vaiven de los coches, deportistas corriendo, mamás con el carrito de la compra, los árboles perdiendo sus hojas… Resulta curioso. Es como si les costara dejarlas marchar y se negaran a ello, hasta que una mañana te levantas y los árboles están solos; tristes y sin ropa.
Llego a mi casa y Chispa, mi perrita, me saluda. Coletea sin parar y espera mis caricias. Fotos y más fotos. No hay amigo más fiel que el perro, ¿no? Entonces se las merece todas.
Mi madre merodea por la casa, me da los buenos días dulcemente. Desayuno algo y voy a mi cuarto. Me encanta estar en mi habitación. El rincón de mi mundo, sólo mío.
Llega la hora de ir a clase. Cojo el coche, pongo mi música y salgo de casa. Me gusta conducir, me tranquiliza. Voy llegando al camino de los árboles pero antes hay un paso de cebra. Me paro y una pareja de ancianos comienza a cruzar, con sus manos entrelazadas, como si el tiempo fuera incapaz de trastocar un sentimiento tan intenso. A veces resulta que, para el amor, no hay fecha de caducidad. Sonrío y me guardo esa imagen.
Pasan las horas en la universidad, un café para despertar, los oídos bien atentos y la mano ágil escribe cuanto he de aprender. Hora de comer, no me da tiempo de ir a casa así que me quedo en la universidad. Salgo de la facultad, hace buen tiempo así que me tiro en la hierba y dejo que los rayos de luz me calienten, no puedo desaprovecharlo, que el invierno se avecina y con él, el calor huye despavorido. Saco el bocata. ¡Humm! No hay nada como un buen bocata de tortilla cuando se tiene hambre. Con la tripa llena me tumbo y cierro los ojos. Silencio, tranquilidad. Las ramas de los árboles, el cielo, la hierba…Todo en su conjunto es perfecto. No hace falta nada más.
Miro el reloj, hora de volver a clase. Se acabó lo bueno.
Salgo de la universidad y ya está anocheciendo. Pero se prevee que va a ser una de esas noches acogedoras, en las que no hace frío ni calor, simplemente oscurece. No tengo ganas de ir a casa, quiero exprimir al máximo un día como éste.
Me voy a mi pueblo y me junto con mis amigas. Noche de risas, carcajadas, cotilleos y confesiones. Día completo. Se me escapa un suspiro y pienso: “Un día más de mi vida. Todos tan iguales pero al mismo tiempo tan distintos…”.
Llego a casa. Hogar dulce hogar. Huele a cocido de mamá. Voy a la cocina y allí está ella preparando mi cena. Un rato de charla, un platito bien caliente y a la cama. Por ahora, sólo me puedo conformar con imágenes, los sentimientos se llevan dentro. Cierro los ojos, me acomodo entre las sábanas y sonrío recordando. Y poco a poco, vuelvo a dormirme.

sábado, 11 de octubre de 2008

Aquellas sonrisas...



Huele a tradición, a aquellos tiempos en los que mamá me llevaba al mercado convenciéndome de que, si me portaba bien, luego iriamos a comprar un huevo Kinder. Y yo, ilusa, esperaba paciente. Que si mamá compraba pescado, que si luego tocaba fruta...Y así dando vueltas y vueltas al mercado. Siempre me caía alguna carantoña de los empleados, y a veces, si era buena y no molestaba me regalaban algo rico de comer. Pero lo que más recuerdo eran las sonrisas...Esas sí que nunca faltaban. Me despedían siempre con una de ellas, era como el postre final de cada puesto, no existía mejor sabor para un "adiós" que una de aquellas sonrisas cálidas.


Y ahora que he vuelto a pasearme por estos lugares, recuerdo con nostalgia aquello que viví. Cuán rápido pasa el tiempo y qué poco sabemos apreciarlo.