jueves, 4 de junio de 2009

Inocente aprendiz

No hay nada que invite más a la nostalgia que una noche de verano entre viejos amigos. Tan sólo hace falta una botella de whisky (si cabe elección Jack Daniels) y una buena canción. Bryan Adams y su “Summer of 69”, por ejemplo.

Todo recuerdo conlleva un lugar, un aroma y un sentimiento. El rincón del colegio contiene un buen trozo de mi vida. Ese pequeño porche que me marcó. Siempre me sentaba ahí con mis amigas. Éramos doce. Una docena de niñas jugando a imaginar la vida. Pasábamos las horas ahí sentadas, viendo pasar los coches. Contando chistes, riendo, comiendo sin parar, aprendiendo cosas nuevas.

Con 15 años teníamos las hormonas disparadas. Tan disparadas que cuando pasaba una cuadrilla de chicos en coche nos poníamos perdidamente rojas. Fue en esas fechas cuando comenzamos a comprender aquella sensación de mariposas en la tripa. Y empezamos a soñar. A imaginar a chicos vestidos de azul que se hacían llamar príncipes.

Una de tantas noches pasó algo increíble. Era finales de agosto y nuestro “txoko” continuaba como siempre: invadido por doce dulces caritas. Charlábamos de alguna tontería, cuando de repente paró junto a nosotras un coche. Rojo y brillante. Curiosas esperamos ver quién era. Se abrió la puerta del copiloto y de ella se bajó uno de los protagonistas de nuestras fantasías.

Nos saludó y sonrió. No hubo respuesta. Incluso alguna se quedó con la boca abierta.
-Oye, ¿no tendréis un pitillo?- nos preguntó.

¡Qué decepción! Ninguna de nosotras si quiera había olido uno de cerca. Así que se fue. Nuestros corazones quedaron ahí, repartidos en pedacitos por nuestro pequeño rincón.

Fue aquel final de verano en el que aprendimos a fumar.